Los santos Marcelino y Pedro fueron dos cristianos mártires del siglo IV, cuyas vidas quedaron profundamente marcadas por su fe inquebrantable en Cristo durante uno de los períodos más oscuros del Imperio Romano: la gran persecución de Diocleciano. Aunque los detalles exactos de sus vidas nos llegan a través de testimonios antiguos, como el del papa Dámaso I (366-384), su ejemplo sigue resonando con fuerza en la Iglesia hasta hoy. Pedro, llamado “el Exorcista”, era un laico encargado de asistir en los ritos de liberación espiritual, muy respetado en la comunidad cristiana de Roma. Marcelino, presbítero (sacerdote), era conocido por su sabiduría, su predicación y por la cercanía con la que atendía a los fieles, especialmente a los que sufrían. Ambos ejercían su ministerio en Roma, animando a los cristianos a mantenerse firmes en su fe, en un momento en que confesar a Cristo podía costar la vida.
En torno al año 304, durante las persecuciones del emperador Diocleciano, Pedro y Marcelino
fueron arrestados por ser cristianos y por animar a otros a no renunciar a la fe. Las autoridades,
conscientes del prestigio que ambos tenían en la comunidad, los sometieron a crueles
interrogatorios y torturas para que negaran su fe. Sin embargo, ni las amenazas ni el sufrimiento
lograron doblegarlos. Cuenta la tradición que el juez, irritado por su firmeza, ordenó que fueran
ejecutados en secreto, para evitar que su martirio alimentara aún más la fe de los cristianos.
Fueron llevados al bosque de la Selva Negra, en las afueras de Roma, obligados a cavar su
propia tumba, y allí fueron decapitados en silencio. Sus nombres, sin embargo, no se borraron.
El papa Dámaso I recogió su historia directamente de boca del verdugo que los mató, quien se
convirtió posteriormente al cristianismo al presenciar la valentía y la paz con la que enfrentaron la muerte. Dámaso mandó inscribir sus nombres en una lápida y promovió su culto, que rápidamente se difundió por toda Roma. Sus restos fueron depositados en las catacumbas de
San Tiburcio, en la Vía Labicana, y más tarde trasladados a otras iglesias. San Gregorio Magno,
en el siglo VI, los menciona con devoción. Hoy sus nombres figuran incluso en el Canon
Romano de la Misa, lo que demuestra la antigüedad y la importancia de su testimonio.
El martirio de Marcelino y Pedro no se destaca por milagros espectaculares ni visiones, sino por
algo profundamente cristiano: la fidelidad silenciosa, el coraje humilde y el amor hasta el final.
En tiempos donde la fe se vive con comodidad o superficialidad, su testimonio nos sacude y nos
recuerda que seguir a Cristo tiene un precio, pero que vale la pena. Son patronos de los
exorcistas, los sacerdotes perseguidos y los que defienden la fe en silencio, sin aplausos, pero
con firmeza.