San Luis Gonzaga —Luisito, como lo llamaba su madre— nació en Castiglione delle Stiviere, en
la noble familia Gonzaga, el 9 de marzo de 1568. Desde su cuna respiró el ambiente marcial de
las cortes renacentistas italianas, pues era hijo de Ferrante Gonzaga, marqués de Castiglione, y
destinado por nacimiento a las armas, al mando, al honor mundano. Pero Dios, lo había llamado
no para blandir la espada de los hombres, sino para abrazar la cruz de Cristo y empuñarla hasta
el extremo del sacrificio.
Desde muy niño, San Luis fue tocado por la gracia. A los siete años, en vez de entretenerse con
juegos o frivolidades cortesanas, comenzó a orar con fervor, a meditar la Pasión de Nuestro
Señor, y a practicar severas penitencias. Es notable, incluso para almas piadosas, que un niño
tan pequeño se sintiera movido a la penitencia por amor a Cristo Crucificado. Se cuenta que a
esa edad ya había hecho voto de castidad perpetua, resuelto a ofrecerse por entero a Dios.
Fue enviado a Florencia y más tarde a Madrid, donde sirvió como paje del infante Don Diego,
hijo del rey Felipe II. Allí brilló por su modestia y recogimiento en medio de la corrupción y el
esplendor. Las diversiones mundanas le eran amargas; el lujo, como polvo. Cuando alguien le
preguntó cómo podía vivir sin entregarse a placeres, respondió con serena verdad que: “¿Qué
es el mundo sino polvo y humo? ¿Acaso puede compararse con la dicha de servir a Dios?”
Su alma ardía por consagrarse por completo a Cristo. A los 17 años, renunció a su título
nobiliario y a toda herencia y entró en la Compañía de Jesús en Roma. Su padre, al principio
colérico y herido en su orgullo de linaje, intentó disuadirlo con amenazas y promesas, pero nada
pudo quebrar la resolución de Luis. Aquella renuncia radical fue su verdadero acto de libertad.
En el noviciado, fue ejemplar en todo. Su vida se ordenaba al amor de Dios en cada detalle. Se
mortificaba constantemente, dormía sobre una tabla, comía poco, rezaba con lágrimas, y su
pureza era tal que, según testigos, jamás cometió pecado mortal. Tan clara era la luz de su
alma, que San Roberto Belarmino, quien fue su confesor, llegó a declarar que Luis jamás había
perdido la gracia bautismal.
Pero Dios quiso consumar su sacrificio en la flor de la juventud. En 1591, cuando Roma fue
azotada por una terrible peste, Luis se ofreció como voluntario para cuidar a los enfermos.
Cargaba a los moribundos sobre sus espaldas, lavaba sus llagas, les hablaba de la eternidad,
les infundía esperanza. En una de esas caridades, contrajo la enfermedad. Durante su agonía,
vivida con dulzura y unión con Dios, recibió una visión del Cielo, y anunció con certeza la hora
de su muerte. Murió el 21 de junio de 1591, a los 23 años.
Fue canonizado por Benedicto XIII en 1726, y declarado patrono de la juventud cristiana. Aquel
joven frágil, ascético, silencioso, se convirtió en un faro de santidad en una época sedienta de
ejemplos. Su vida es un grito silencioso contra el pecado, un canto puro a la castidad, una
ofrenda que arde todavía en los altares del cielo.
San Luis Gonzaga no nos deja un legado de conquistas o tratados, sino algo más precioso: el
testimonio de que la santidad no es cosa de ancianos o de religiosos de clausura, sino una
vocación posible —y urgente— incluso para los jóvenes del mundo. En su pureza inmaculada,
en su caridad heroica, en su desapego radical de todo lo terreno, vemos el retrato de un alma
que se dejó consumir por Dios como una lámpara en la noche. Y ese fuego aún alumbra.