San Jerónimo nació hacia el año 347 en Estridón, una ciudad de Dalmacia (actual Croacia o
Bosnia). Sus padres, cristianos acomodados, lo enviaron a Roma para estudiar. Allí aprendió
latín y griego, se formó en retórica y literatura, y se empapó de la cultura clásica. Sin embargo,
aunque fue bautizado de joven, su corazón no estaba todavía plenamente entregado a Cristo.
Una experiencia espiritual lo transformó: estando enfermo, soñó que comparecía ante Cristo
Juez, quien lo reprendió diciendo: “Eres ciceroniano, no cristiano”. Desde ese momento,
Jerónimo decidió consagrar su vida a la Sagrada Escritura.
Deseoso de mayor radicalidad, se retiró al desierto de Calcis, cerca de Antioquía (Siria), donde
llevó vida de penitencia, oración y estudio. Allí aprendió hebreo con un maestro judío para poder
leer el Antiguo Testamento en su lengua original. Esta pasión por las lenguas bíblicas lo
convertiría en uno de los más grandes eruditos cristianos de la historia.
En 382 fue llamado a Roma y se convirtió en secretario del Papa San Dámaso I. El Papa,
consciente de su talento, le encomendó una tarea monumental: revisar y traducir toda la Biblia al
latín para que los fieles pudieran comprenderla mejor. En una época en la que circulaban
traducciones muy deficientes, el trabajo de Jerónimo fue decisivo. Esta versión, llamada Vulgata,
se convirtió en la Biblia oficial de la Iglesia durante más de mil años, hasta hoy la base de la
edición oficial de la liturgia latina.
Tras la muerte de Dámaso, Jerónimo regresó a Tierra Santa. En Belén fundó un monasterio
para hombres y colaboró con Santa Paula y su hija Santa Eustoquia en la fundación de
monasterios femeninos y en obras de caridad. Allí vivió hasta su muerte, dedicando sus días al
estudio bíblico, la redacción de comentarios, homilías, cartas y tratados contra las herejías. Sus
cartas son un tesoro de espiritualidad y muestran su ardiente temperamento, su amor a Cristo y
su celo por la verdad.
Jerónimo fue un hombre de carácter fuerte, a veces duro en la controversia, pero siempre fiel a
la Iglesia. Su amor apasionado por la Palabra de Dios se refleja en su célebre frase:
“Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo.”
Murió en Belén el 30 de septiembre del año 420, siendo venerado inmediatamente como santo.
La Iglesia lo declaró Doctor de la Iglesia por su sabiduría en la interpretación bíblica. Es patrono
de los traductores, bibliotecarios, arqueólogos y estudiosos de la Biblia.
La Iglesia lo celebra cada 30 de septiembre, recordando que el amor a la Sagrada Escritura es
inseparable del amor a Jesucristo.