San Felipe Neri, conocido como el “Apóstol de Roma”, nació en Florencia el 21 de julio de 1515,
en el seno de una familia noble empobrecida. Desde su juventud destacó por su alegría natural,
su bondad con los demás y un fuerte deseo de vivir entregado a Dios. A los dieciocho años dejó
su hogar y se trasladó a Roma, donde renunció a todo plan mundano para dedicarse a la
oración, la penitencia y las obras de caridad, especialmente entre los enfermos y los
abandonados.
Vivió como laico durante varios años, llevando una vida casi ermitaña, y pasaba noches enteras
en las catacumbas de San Sebastián. Fue allí donde, en la víspera de Pentecostés de 1544,
recibió una experiencia mística muy singular: una especie de bola de fuego entró en su pecho,
llenándolo del amor del Espíritu Santo. Después de esta experiencia, su corazón quedó
físicamente dilatado, como comprobaron los médicos tras su muerte. Esta gracia marcó el
comienzo de una misión extraordinaria en el corazón mismo de Roma.
En 1551 fue ordenado sacerdote, y su ministerio se caracterizó por una combinación poco
común de profunda vida interior y contagiosa alegría exterior. Su confesionario se convirtió en un refugio para pecadores de toda clase, y su trato bondadoso y afable atraía a jóvenes y adultos por igual. Fue también un gran impulsor de la formación espiritual, y de manera informal
comenzó a reunir a grupos de fieles para orar, cantar himnos, leer la vida de los santos y
compartir enseñanzas, lo que daría origen a la Congregación del Oratorio, una comunidad de
sacerdotes seculares unidos por la caridad y la misión, sin votos religiosos.
Uno de sus apostolados más famosos fue la organización de la peregrinación de las siete
iglesias de Roma, una práctica piadosa que reavivó entre los fieles el sentido del peregrinaje, la penitencia y el encuentro con la historia viva de la Iglesia. Felipe guiaba personalmente estas
caminatas, que se desarrollaban en espíritu de oración, canto y fraternidad, uniendo la devoción
con la alegría cristiana.
San Felipe se mantuvo siempre humilde, evitando toda vanagloria. Frecuentemente usaba el
humor y gestos extravagantes para vencer la tentación de la vanidad y mantenerse pequeño
ante los ojos del mundo. Aunque muchos lo veneraban como santo en vida, él se consideraba el más necesitado de la misericordia de Dios.
Murió el 26 de mayo de 1595 en Roma, precisamente el día de la fiesta de Corpus Christi, a la cual tenía una profunda devoción. Fue canonizado en 1622 por el Papa Gregorio XV, junto a San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús, San Isidro Labrador y San Francisco Javier. Hoy
es recordado como patrono de los educadores, guías espirituales, humoristas y todos aquellos
que desean alcanzar la santidad con un corazón alegre y humilde, encendido por el amor de
Dios.