San Buenaventura nació hacia el año 1217 en Bagnoregio, un pequeño pueblo del centro de
Italia. Su nombre de pila era Giovanni di Fidanza. Según la tradición, cuando era niño enfermó
gravemente y su madre, desesperada, recurrió a San Francisco de Asís, quien rezó por él.
Giovanni sanó, y su madre atribuyó el milagro a la intercesión del santo. Años después, ya como
fraile franciscano, adoptó el nombre “Buenaventura”, que algunos asocian a una expresión de
San Francisco: “¡O buona ventura!” (¡Qué buena fortuna!).
Ingresó a la Orden de los Hermanos Menores, fundada por San Francisco, y fue enviado a
estudiar a la Universidad de París, el centro intelectual de la época. Allí fue discípulo de
Alejandro de Hales y compañero de Santo Tomás de Aquino. Se doctoró en teología y pronto fue
reconocido por su claridad, profundidad y espiritualidad. Mientras Tomás de Aquino desarrollaba
un enfoque racionalista, Buenaventura se inclinó por un pensamiento teológico profundamente
afectivo y místico: para él, conocer a Dios no era sólo un ejercicio intelectual, sino un acto de
amor.
En 1257, con apenas 40 años, fue elegido Ministro General de la Orden Franciscana. En ese
momento, los franciscanos estaban divididos: unos querían una vida más estricta (los
“espirituales”), y otros eran más moderados. Buenaventura logró unificar las ramas, dando
estabilidad y claridad al carisma franciscano. Por eso se lo considera, junto a San Francisco,
uno de los “grandes fundadores” de la Orden.
Su vida no fue la de un teólogo encerrado en libros: fue un hombre de gobierno, de decisiones
difíciles y de profunda espiritualidad. Viajó, predicó, animó comunidades y escribió algunas de
las obras más bellas de la mística cristiana medieval. Entre ellas destaca el Itinerario del alma
hacia Dios, una obra breve y profunda que propone un camino de contemplación: partiendo del
mundo exterior, pasando por el conocimiento de uno mismo y culminando en la unión íntima con
Dios. En ella propone que el amor es el camino más seguro para alcanzar la verdad. También
escribió una biografía oficial de San Francisco de Asís, llamada Legenda Maior, en la que
presenta al “poverello” no sólo como un hombre santo, sino como un modelo de vida cristiana
universal.
En 1273, el papa Gregorio X lo nombró cardenal y obispo de Albano. Aunque Buenaventura
resistió el nombramiento, obedeció con humildad. Se le pidió preparar el Concilio de Lyon, que
buscaba la reunificación con la Iglesia oriental. Durante ese concilio, el 15 de julio de 1274,
murió repentinamente. Algunos historiadores sostienen que fue envenenado, aunque no hay
pruebas concluyentes.
Fue canonizado en 1482 por el Papa Sixto IV y proclamado Doctor de la Iglesia en 1588 por
Sixto V, con el título de Doctor Seráfico, en referencia al fervor y pureza con que enseñaba y
vivía la fe.
Enseñó que no basta con saber sobre Dios, hay que gustarlo, amarlo, vivirlo. Su teología no era
fría ni distante, sino encendida por el fuego del Espíritu. Fue, como lo llamó Benedicto XVI, “el
santo de la sabiduría del corazón”. Hoy, sigue siendo una figura luminosa: modelo de integración
entre razón y fe, entre estudio y vida, entre estructura y carisma. En tiempos de polarizaciones,
su ejemplo recuerda que la verdad y el amor no se oponen, sino que se reclaman mutuamente.