San Antonio de Padua nació en 1195 en Lisboa, en el seno de una familia noble y piadosa. Su
nombre de bautismo fue Fernando de Bulhões. Desde joven mostró una profunda inclinación
hacia la vida religiosa, por lo que ingresó en los canónigos regulares de San Agustín, donde
estudió teología con gran dedicación. A los veinte años escuchó hablar del martirio de cinco
frailes franciscanos en Marruecos, y su corazón se encendió de deseo por entregar su vida a
Cristo. Abandonó entonces su comunidad y se unió a los hermanos menores de San Francisco,
tomando el nombre de Antonio en honor al gran ermitaño San Antonio Abad.
Intentó viajar a tierras musulmanas para predicar el Evangelio, pero una enfermedad lo obligó a
regresar. Providencialmente, su barco fue desviado a las costas de Italia. Allí permaneció en la
sombra hasta que, en una ordenación sacerdotal, fue llamado a predicar de improviso. Su
predicación fue tan llena de sabiduría, humildad y ardor evangélico que sus superiores
reconocieron en él un don extraordinario. San Francisco de Asís, informado de su talento, le
encargó enseñar teología a los frailes, lo que hizo con perfecta obediencia y sin perder la
sencillez de corazón.
Viajó por Italia y el sur de Francia combatiendo las herejías y anunciando la verdad del
Evangelio con una fuerza que no era suya, sino de Dios. Se convirtió en uno de los predicadores
más admirados de su tiempo. Su palabra movía multitudes, no por adornos humanos, sino
porque hablaba desde la intimidad con el Verbo. Se le atribuyen muchos milagros en vida, como
cuando predicó a los peces en Rímini, al ver que los hombres no lo escuchaban. Los peces,
ordenados por especies, sacaron la cabeza del agua para oírlo, y ese prodigio llevó a muchos a
la conversión. Otra vez, un burro hambriento se arrodilló ante la Eucaristía en lugar de comer,
demostrando la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. También se le apareció el
Niño Jesús en brazos, rodeándolo de una luz celestial, como testimonio de su pureza y su
intimidad con Dios. Además, tenía el don de leer los corazones, multiplicar alimentos, sanar
enfermos, y obró el milagro de la bilocación: en una ocasión, mientras predicaba en Francia,
recordó que debía participar al mismo tiempo en el canto litúrgico de su convento en Padua. En
ese mismo instante, se lo vio presente en ambos lugares, como testimonio del poder de Dios
obrando más allá del tiempo y el espacio.
Murió en Padua el 13 de junio de 1231, a los treinta y seis años, después de haber vivido una
vida breve pero encendida de amor divino. Sus últimas palabras fueron veo a mi Señor. Fue
canonizado menos de un año después por el papa Gregorio IX, quien lo llamó Arca del
Testamento. En 1946, el papa Pío XII lo proclamó Doctor de la Iglesia. Hasta el día de hoy,
millones lo invocan como el santo de los milagros y patrono de las cosas perdidas, y su imagen
con el Niño Jesús sigue recordando al mundo que el sabio verdadero es el que ama a Cristo por
encima de todo.