San Alfonso Rodríguez fue un humilde hermano lego de la Compañía de Jesús cuya vida
ordinaria se convirtió en camino extraordinario de santidad. Nació el 25 de julio de 1533 en la
ciudad de Segovia, en el Reino de Castilla, en una familia cristiana dedicada al comercio. Desde
su infancia mostró una inclinación profunda hacia la piedad, influido especialmente por la
predicación de San Pedro Fabro, uno de los primeros compañeros de San Ignacio de Loyola.
A los catorce años, la muerte de su padre lo obligó a abandonar los estudios en la Universidad
de Alcalá para ayudar en el negocio familiar. Más tarde se casó con María Suárez, con quien
tuvo tres hijos. Sin embargo, esta etapa de su vida fue marcada por el sufrimiento: en pocos
años perdió a su esposa y a todos sus hijos. Su dolor lo llevó a volcarse con mayor intensidad
en la vida espiritual.
A los 35 años, Alfonso sintió el llamado a consagrarse enteramente a Dios. Deseando servir
como religioso, solicitó ser admitido en la Compañía de Jesús. A pesar de su edad avanzada y falta de formación académica, fue acogido en 1571 como hermano coadjutor en el Colegio de
Montesión, en Palma de Mallorca. Allí vivió el resto de su vida como portero, tarea que
desempeñó durante más de 40 años.
A primera vista, su misión era sencilla: atender la puerta, recibir a los visitantes, realizar
encargos, acompañar a los estudiantes. Sin embargo, Alfonso transformó cada acto cotidiano en una oración y un ofrecimiento a Dios. Antes de abrir la puerta decía interiormente: “Voy, Señor”,
reconociendo en cada persona al mismo Cristo (cf. Mateo 25:40). Su humildad, alegría y
recogimiento edificaban a todos los que lo conocían.
Su vida interior fue muy profunda. Aunque experimentó arideces y sufrimientos espirituales,
también gozó de consuelos místicos, visiones, éxtasis y una íntima unión con Dios. Por
obediencia escribió lo que experimentaba en su alma, y esos textos revelan una teología mística
de gran hondura, marcada por el amor y la obediencia.
Uno de los frutos más notorios de su vida fue su influencia sobre San Pedro Claver, a quien
aconsejó espiritualmente y alentó a entregarse por entero a la misión entre los esclavos en
América. Así, el testimonio de Alfonso trascendió su celda y su colegio, alcanzando el Nuevo
Mundo.
Murió el 31 de octubre de 1617, rodeado de fama de santidad. Fue canonizado por el Papa León
XIII en 1888. La Iglesia celebra su memoria litúrgica el 31 de octubre, justo antes de la
Solemnidad de Todos los Santos, como un hermoso preludio del triunfo de la santidad
escondida.
