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Lo que queda en el corazón…

Lc. 5, 1-11

A veces pensamos que Dios llega en los momentos solemnes, en los espacios preparados, en lo extraordinario. Pero el Evangelio de hoy muestra otra cosa: Jesús aparece en lo cotidiano. Se sube a la barca de Pedro en medio de su trabajo, le habla desde ahí y, cuando termina, le pide que vuelva a tirar las redes. Pedro, que viene de una noche de esfuerzo inútil, le responde con una mezcla de cansancio y confianza: “Si tú lo dices, echaré las redes”. Y ahí ocurre lo inesperado. La pesca es tan grande que las redes están a punto de romperse. Pedro solo no puede con todo, necesita ayuda. Llama a los otros pescadores, que corren a sostenerlo.

Y eso dice mucho. Pedro necesita a los demás, y los demás necesitan a Pedro. A veces creemos que la relación con Dios es algo personal, casi privado. Y sí, hay un encuentro íntimo con Él, algo que se juega en lo profundo del corazón. Pero la fe no puede quedar solo ahí. También, y sobre todo, se vive en comunidad. La Iglesia es esa barca donde remamos todos juntos, donde hay que estar atentos al que se está quedando sin fuerzas, al que no llega, al que necesita que lo sostengan. Y también saber pedir ayuda cuando la red propia está a punto de romperse.

Después viene la frase que cambia todo: “Desde ahora serás pescador de hombres”. Jesús no le dice esto solo a Pedro, ni solo a los sacerdotes. Es un llamado para todos. Ser pescadores de hombres no significa únicamente hablar de Dios o citar la Biblia. Es mucho más que eso. Es vivir de tal manera que su amor se haga visible, que transforme la manera en que miramos, escuchamos y nos entregamos a los demás. Es tener un ojo atento a las necesidades del otro, dejar que esa sensibilidad nos vuelva misioneros, pero no en un sentido de grandes gestos, sino en lo simple, en lo cotidiano.

Porque la misión no es algo que se planifica en un escritorio. No es solo organizar eventos o pensar estrategias. Se juega en lo pequeño, en los gestos concretos, en la manera en que miramos al que tenemos al lado. Se trata de estar disponibles, de sostener redes ajenas cuando están por romperse. De dejar que nuestra vida sea testimonio, que el amor de Dios nos traspase tanto que, sin darnos cuenta, lo transmitamos con nuestra forma de ser.

Y lo más importante de todo esto es que la iniciativa siempre la tiene Jesús. Es él quien entra en la barca, quien nos invita a remar mar adentro, quien nos desafía a ir más allá de lo que creemos posible. No se trata de nuestros planes o capacidades, sino de confiar en su palabra. A veces sentimos que la noche ha sido larga y que nuestras redes están vacías. Pero si lo dejamos marcar el rumbo, la pesca siempre será abundante.

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