San Benito nació hacia el año 480 en Nursia, en la región de Umbría, Italia, en el seno de una
familia noble romana. Desde muy joven fue enviado a Roma para completar su educación, pero
pronto se sintió profundamente afectado por la decadencia moral de la ciudad. Viendo que la
vida en Roma lo alejaba de Dios, abandonó sus estudios y su posición social, y se retiró en
busca de una vida de soledad y oración. Se estableció en una cueva en Subiaco, donde vivió
como ermitaño durante aproximadamente tres años. Durante ese tiempo, fue asistido por un
monje llamado Romano, quien le llevaba alimentos y lo protegía del mundo exterior. Allí, en el
silencio y la penitencia, Benito fue creciendo en santidad, fortalecido por la gracia y por una vida
de sacrificio y contemplación.
Con el tiempo, su fama de santidad se extendió y comenzaron a acudir hombres deseosos de
aprender de él. Algunos le pidieron que fuera su abad, pero al no aceptar su estilo de vida
austero, intentaron envenenarlo. Según la tradición, cuando Benito bendijo la copa que le
ofrecieron, ésta se rompió milagrosamente. A pesar de estos conflictos, Benito continuó guiando
a quienes deseaban seguir a Cristo de manera más radical. Fundó doce monasterios en la
región de Subiaco, y finalmente, alrededor del año 529, fundó el monasterio de Montecassino,
sobre una colina entre Roma y Nápoles. Fue allí donde escribió su famosa Regla para los
Monjes, conocida como la Regla de San Benito.
La Regla no era una serie de normas frías, sino una guía llena de sabiduría espiritual y sentido
común. Establecía un equilibrio entre la oración, el trabajo manual, la lectura espiritual y la vida
en comunidad bajo la obediencia al abad. Su lema, “ora et labora” (reza y trabaja), resumía una
visión integral de la vida cristiana, donde todo lo que se hace, si es ofrecido a Dios, se convierte
en oración. Gracias a su Regla, que se difundió rápidamente por Europa, Benito fue considerado
el padre del monacato occidental. Su modelo monástico se convirtió en un pilar de la vida
espiritual, cultural y social de Europa durante siglos. En los monasterios benedictinos se
conservó el saber antiguo, se copiaron manuscritos, se formaron comunidades cristianas, y se
evangelizó a los pueblos que llegaban al continente tras la caída del Imperio Romano.
San Benito vivió con profunda fe, guiando a sus monjes no solo con sabiduría, sino también con
ejemplo. Se le atribuyen muchos milagros y dones espirituales, entre ellos el de la profecía y la
visión. Una de las más conocidas fue cuando vio el alma de su hermana, Santa Escolástica,
subir al cielo en forma de paloma, poco después de haber pasado un día con él conversando
sobre las cosas de Dios. Días después, él mismo enfermó y murió piadosamente el 21 de marzo
del año 547, de pie, orando, sostenido por sus hermanos, después de haber recibido el
Santísimo Sacramento.
Esa fecha, el 21 de marzo, fue durante muchos siglos el día de su memoria litúrgica. Sin
embargo, como casi siempre cae dentro del tiempo de Cuaresma, la Iglesia decidió trasladar su
celebración litúrgica al 11 de julio, para que pudiera ser celebrada con más solemnidad. Esta
decisión se consolidó cuando, en 1964, el papa Pablo VI proclamó a San Benito Patrono
Principal de Europa, reconociendo su papel decisivo en la formación espiritual y cultural del
continente europeo. Fue gracias a sus monjes que muchas regiones de Europa recibieron no
solo el Evangelio, sino también estructuras de vida civilizadas, trabajo organizado, educación y
asistencia a los pobres y enfermos.
Hoy, San Benito sigue siendo un modelo de vida centrada en Dios, en el silencio fecundo, en la
obediencia humilde, en la caridad fraterna y en la firmeza contra el mal. En un mundo agitado y
ruidoso, su ejemplo continúa siendo luz para quienes buscan paz en el corazón y estabilidad en
la fe.Se lo recuerda litúrgicamente el 11 de julio.